sábado, 30 de agosto de 2008

COSAS DE LA VID








De muy antiguo debe de ser el cultivo de esta planta pues ya en el Génesis se dice “Habiendo plantado Noé algunas viñas, bebió demasiado vino y se embriagó”.
También hay otra referencia en los libros del antiguo Testamento, cuando Moisés mandó a dos Israelitas para explorar la tierra prometida. Era tan ubérrima en frutos que volvieron transportando sobre un palo un enorme racimo de uvas.
Desde aquellos remotos tiempos el cultivo de esta planta fue transmitido de Griegos a Romanos, siendo en Italia, Francia y España donde se cultivó principalmente.
Por esto, cuando a finales del siglo XIX la plaga de la filoxera se extendió por estos países, quedaron tan empobrecidos que hubo una emigración casi masiva hacía América.
Conviene recordar la gran dificultad de combatir esta plaga por ser un insecto subterráneo parecido al pulgón, que chupaba la sabia de la raíz del viñedo.
En esta zona hubo pueblos como Grajal de Campos, que vivían casi mayoritariamente de los viñedos. Al tenerlos que arrancar, como única forma de acabar con la enfermedad, casi la mitad de su población tuvieron que emigrar.
Cuentan los muchos relatos de este movimiento de gente tan masivo, que las mujeres italianas llevaron para América sarmientos de vid arrebujados con tela humedecida.
Esta prevención sirvió para extender, particularmente en Argentina, un cultivo de tan hondo calado social.
Mas como la inteligencia del hombre se sobrepone a muchas calamidades, se dio cuenta de que en América existía una planta silvestre parecida a la vid, cuya raíz era inmune a la filoxera. Aprovechando esta circunstancia favorable para acabar con la plaga, comenzaron a injertar sobre ella los esquejes europeos, lo que dio origen a las vides americanas usadas ahora en todo el mundo.
A principios del siglo XX hubo unos años en que llovió más de lo normal. especialmente en primavera, que es cuando el oidiun y el mildeu ataca a los tiernos brotes. Al ser hongos los causantes de estas enfermedades, la única defensa era sulfatar con derivados de cobre tantas veces como lloviera y quedara a la planta desprotegida.
Como para asegurar la cosecha se requería un sin numero de tratamientos y su coste resultaba antieconómico, otra vez se recurrió a la raíz brava americana.
Después de muchos ensayos y cruces genéticos se consiguió una planta directa híbrida, que por mucho que lloviera no le atacaba el mildeu.
Pero esta ventaja dejó de ser tal cuando las precipitaciones se fueron normalizando. Su cultivo dejó de ser atrayente, por la mucha mano de obra que requería la vendimia de los pequeños y numerosos racimos que estas vides daban.
Actualmente el cultivo de vides americanas, en sus muchas variedades, se ha sofisticado mucho con plantaciones en espaldera, para ser vendimiadas a máquina. El abonado y riego se hace por goteo, que, aunque no favorece el grado alcohólico, proporciona a la planta todo lo necesario para su buen desarrollo.
Con el especial cuidado de los enólogos, apoyados por una tecnología punta, se consiguen unos vinos muy completos, bien pagados en los mercados internacionales.
Aprovechando al máximo todos los productos de esta singular planta, con el rampojo y el hollejo de la uva, se dio en esta zona una industria floreciente de alambiques, que destilaban estos orujos muy abundantes entonces.


De manera casi clandestina funcionaban también las alquitaras, cuyos dueños recorrían los pueblos destilando el orujo de cada cosechero en su mismo domicilio.
Esta modalidad ambulante les daba pie para no pagar los impuestos a Hacienda y cuando tenían la inspección, guardaban estos pequeños artilugios en cuadras, pajares y otras dependencias donde encontrarlas resultaba muy difícil.
Su funcionamiento era igual al del alambique que como tal ya tenía un registro oficial como cualquier otra industria. Su instalación consistía en un cuerpo edificado de cierta altura, donde se montaban escalonados sus partes principales, que eran la caldera, el serpentín y el depósito de agua refrigerante.
La caldera era un deposito cilíndrico con dos aberturas, una en la parte alta, que servía para hacer la carga del orujo a destilar y otra lateral para facilitar su descarga. A poca altura del fondo llevaba una rejilla para que el orujo estuviera por encima del agua, que al hervir lo cocía.
Todo esto iba fijado sobre un horno donde se mantenía fuego casi constante y las cenizas se eliminaban por una parrilla.
Recuerdo con mucha añoranza cuando en días fríos del invierno, con un hijo del propietario de mi edad, nos calentábamos junto al fuego y nos entreteníamos asando castañas.
Esta circunstancia me sirvió casi sin querer para aprender su funcionamiento y familiarizarme con las labores que hacía el operario.
Al hervir el agua en el fondo de la caldera, su vapor hacía soltar al orujo su contenido en alcohol mezclado con vapor de agua. Este pasaba a unas columnas verticales de expansión y entraba al serpentín, pieza clave en toda destilación.
Como su nombre indica consiste en un tubo estrecho enrollado en forma de espiral, muchas veces sobre sí mismo, que va dentro de una columna cilíndrica llena de agua fría. Al pasar el vapor por el serpentín, el de agua más pesado se condensa y sale por la parte baja y el del alcohol más ligero lo hace por la parte alta saliendo ya hecho aguardiente por un estrecho tubo.
Para controlar el grado alcohólico pasaba por una especie de probeta provista de un densímetro y cuando el grado descendía a una cota determinada se cortaba la destilación, pasando a la siguiente carga.
Aunque los operarios, al estar saturados por el olor casi no lo tomaban, siempre había una botella y copas de aguardiente disponibles para que los visitantes pudieran calentarse en ambos sentidos.
Como en aquellos años no había luz eléctrica lo más práctico era el candil de acetileno y para facilitar el agua necesaria se sacaba con una bomba manual que lo aspiraba de un pozo y lo impelía a un deposito situado en lo más alto del sistema.
¡ Cómo disfrutábamos los chicos de mi edad pisoteando el orujo en los noques o corriendo por entre los carros que llenaban las calles del pueblo!
Nunca había tanta animación en el pueblo como cuando, pasados unos días de las vendimias, acudían los propietarios de viñedos desde muchos lugares próximos trayendo el orujo de sus lagares y llevando el correspondiente aguardiente.
Como la necesidad y la picaresca ha existido siempre, en años de escasa cosecha se la quería alargar “lavando el pie” Este lavado consistía en, una vez sacada la mitad del mosto, se añadía una cantidad de agua equivalente al envase que se llenaba en años normales y se mezclaba bien entrepisándolo. Se lo dejaba hervir hasta el día siguiente y se lograba un vinillo algo más flojo, pero todo valía para que no faltara el vino aunque fuera de menor grado. Había un dicho que lo expresaba con mucha claridad “vale más vino maldito que agua bendita”
Pero el problema venía al entregar el orujo. Al estar lavado ya no tiene el alcohol, olor y textura normales y con un simple apretón entre las manos denotaba el lavado y era rechazado en muchos casos amablemente por el que lo compraba.

Algunos, poco avariciosos, eran cortos en el bautizo por lo que era difícil detectarlo.
Por esta causa se organizaban verdaderas trifulcas y muchos, avergonzados, para no volver a casa con la carga, lo tiraban en cualquier sitio.
Con estos alborotos, ajenos a la monotonía cotidiana de estos pueblos, la gozábamos corriendo de un lugar a otro para no perder detalle.
Otro espectáculo no menos extraordinario y vistoso era cuando los carreteros de la montaña venían a vender su carbón de cepa, que servía de combustible en el alambique.
Calzados con sus ajustadas madreñas y sonando las esquilas de su yunta entraban calle abajo, vara en ristre, conduciendo su pareja. Para traer más cantidad ponían en los carros unos tableros que suplementaban con ramos recién cortados de urces. Su olor penetrante característico nos estimulaba a coger algún ramo de ello y el color blanquecino de sus florecillas resaltaba sobre el verdor intenso de esta planta.
Como entonces no había, ni remotamente, báscula para grandes pesos, el cálculo tenía que hacerse casi a ojo, aquí también la disputa era inevitable. El comprador con el metro en la mano, subía y bajaba midiendo lo alto y lo ancho del carro una y otra vez intentando una cubicación aproximada. Esta no coincidía casi nunca con la que traían los carboneros entablándose un tira y afloja que a nosotros nos encantaba presenciar. Con una táctica vendedora preconcebida simulaban que marchaban con la mercancía a otros alambiques consiguiendo que subiera la cotización de su preciada mercancía, lograda con mucho esfuerzo y muchas noches de insomnio vigilando su buena combustión.
Otro producto de la vid muy apreciado en aquellos años de la posguerra, era el alcohol. Debido al bloqueo que sufrió España no podía traerse del extranjero y su uso en los hospitales se hacía imprescindible para la desinfección y tratamiento de las heridas.
Para que el aguardiente, que nunca pasa de unos treinta o cuarenta grados, se convierta en alcohol de al menos ochenta y cinco o noventa grados hay que someter aquel a una nueva destilación, que en estos alambiques corrientes era complicado y hasta peligroso, por lo que algunos de esta zona no lo hacían
La caldera, en vez de llenarla de orujo, se la llenaba la mitad de aguardiente, teniendo que llevar un control exquisito del fuego para que el serpentín no emitiera agudos pitidos al concentrarse en su cabeza más alcohol de lo que podía condensar.
Para ayudarle en esta operación se hacían cambios constantes del agua para que estuviese lo más fría posible.
Recuerdo, en aquellos inviernos lluviosos, el estado en que quedaban las calles desfondadas por los carros que sacaban el abono. Para sacar el necesario alcohol a la carretera no había otro sistema que usar el carro de labranza y uno a uno se subían al camión los bocoyes que llevara. Labor bastante complicada pues el peso del bocoy de unos seiscientos litros y por su forma medio cilíndrica era muy difícil de manejar a mano.
Este alcohol como último producto de la vid, era el más rentable dada su escasez en el mercado nacional.
De esta generosa planta se aprovechaba hasta el agua después de cocer el orujo, a lo que se llamaba “tártaro”. Convenientemente decantado en unos depósitos, su poso después de seco lo aprovechaba la industria química y farmacéutica por su riqueza en tanino. Como podéis apreciar, todo lo narrado tiene conexión con la vid a cuya generación de cultivadores quiero que estas líneas sirvan de homenaje y recuerdo, pues con su trabajo, problemas y disputas supieron sacar adelante a la que en los años 2000 peinamos ya muchas canas.
Cuando hago referencia a mi pueblo, en términos generales, me refiero a San Nicolás donde nací y viví 27 años














No hay comentarios: