jueves, 14 de agosto de 2008

LOS CARROS











Los carros más antiguos de los que tengo referencias son los que usaban ruedas y eje totalmente de madera. El roce de la madera, dicen que producía un estridente y molesto sonido, que trataban de amortiguar con un suavizante de jabón.
La rueda completa todavía la vi usar como contenedor de peso, en las vigas para prensar la uva. Su pieza principal, con el agujero del eje en medio, todavía sirve como banco de matanza en muchas casas y se exhiben en los museos.
Pero estos carros, podríamos decir, pertenecen a la prehistoria y en su época pudieron ser tan útiles como los usados en los años treinta y cuarenta, a los que quiero referirme.
El carretero, nombre con el que se conocía al fabricante de carros, tenía que ser un artesano muy completo, pues tenía que dominar la técnica del carpintero con la madera y el temple del hierro como el herrero.
Estos dos materiales eran complementarios y necesarios para que el carro saliera perfecto y duradero. Para lograrlo, el paso del tiempo fue seleccionando las clases de madera más apropiadas. Solamente las ruedas llevan en las mazas madera de olmo, aquí se llama negrillo, que por su poca facilidad para abrirse, aguantaba que le hicieran a escoplo dieciséis hendiduras para meter los radios y un amplio taladro concéntrico donde va encajado el buje o sencillo y primitivo rodamiento sin bolas.
Los radios eran de encina por su dureza, con la que aguantaban grandes pesos, a pesar de su apariencia delicada. Los ocho cambones llevaban dos hendiduras cada uno, donde se ajustaban las puntas de los radios. Con su diseño curvado componían la forma circular de la rueda y eran de aya, por no tener esta madera apenas veta, que pudiera abrirse. Por esto aguantaba muy bien la presión del aro con el que se realizaba la unión y fortaleza de todo el conjunto.
La viga, aimones y cabezales, piezas fundamentales del deshojado, también eran de negrillo. Los pasamanos y pulseras, por su menor peso, solían hacerse de pino y hasta el humilde chopo servía para los palos y tableros.
Para hacer más asequible todos estos nombres, acompaño una foto con los nombres y lugar que ocupaba cada uno de ellos.
Las piezas fundamentales de hierro, además de los aros, eran el eje y los bujes. Estos venían hechos de fundición pero su colocación y buen sonido dependía del buen arte del carretero. Los bujes venían con unos rebajes interiores para que retuvieran mejor la grasa o aceite conque se lubricaban. Esto contribuía a que al hacer tope el eje contra el buje, emitieran un sonido como de castañoleteo metálico que se llamaba “cantar”. A propósito de este canto, me ha venido a la memoria un hecho muy romántico.
Sucedió que un joven carretero se enamoró perdidamente de una aguerrida y guapa moza de mi pueblo. En este intermedio, un familiar de esta le encargó hacer un carro y con la ilusión propia de estos casos le salió perfecto.
Como sabía que el tono del canto dependía del diámetro de las mazas, que hacen como caja de resonancia, puso estas de un diámetro más grande de lo corriente. Con esto logró que el sonido fuera mejor que ninguno de la comarca, siendo su construcción tan sólida que duró muchos años sin apenas reparaciones de mantenimiento.
Esto demuestra que cuando se hacen las cosas con ilusión y cariño salen siempre mejor que cuando la desgana y costumbre nos invade. Aunque fue un amor fracasado, no dudo de que cuando ella oyera el sonido inconfundible de su carro, en el más pequeño rincón de sus vivencias, vibrara el recuerdo de aquel amor romántico.
Acaso para él, por ser el más ilusionado, este sentimiento fuera más profundo cuando oyera el paso por delante de su carretería, de aquel carro hecho por él con tanto esmero cargado de trigo para entregar en la comarcal.
Que vida está tan compleja, que la aspiración más noble y limpia se ve truncada, a veces, por los convencionalismos sociales, impidiéndonos conseguir lo que fue nuestro primer deseo.
Cada carro tenía su “cante” propio que servía para que el ama de casa, al oír el suyo, preparara la cena o el almuerzo, para que cuando llegaran los comensales estuviese todo dispuesto. Tradicional era el dicho “el que del campo viene caldo quiere”, pues en las faenas de recolección principalmente había que aprovechar el tiempo al máximo para comer y descansar con sueños cortos y reparadores.
Cuando, en las mañanas planas y frías del invierno, nos juntábamos casi todos los carros del pueblo para bajar a la comarcal con el trigo, el ruido del traqueteo de los carros se oía a varios kilómetros de distancia.
Detalladas las clases de maderas paso a explicaros las fases de su construcción más importantes. Para armar el deshojado se requería que un operario subido en un banco de más de un metro y manejando un macho o martillo de mucho peso, acaso de diez kilos, ensamblara perfectamente a golpes los aimones y la viga por medio de unas tiras de madera llamadas costillas.
El radiado de las mazas era una labor de mucha técnica. Puesta la maza sobre un caballete apropiado, se iban metiendo los radios por los acoples anteriormente hechos.
Para que la dureza de la encina se acoplara bien a la madera de negrillo de la maza, a esta se la hervía previamente.
La dirección de los radios tenia que llevar una ligera desviación hacia afuera, que se llamaba “copero”, para que aguantara mejor la presión de carga y no cediera hacia dentro.Cuando tenía esta tendencia no tenía arreglo, quedando la rueda inservible.
Una de las faenas que vi, solamente una vez, pero que me impactó mucho fue la de “cortar aros”.
Como la madera de las ruedas, expuestas al sol y más meteoros, siempre mermaba algo, la presión necesaria de los aros disminuía y había que recortarlos.
De nada valía mojar las ruedas haciendo caminar al carro por el cauce de un río o mojarlas diariamente, pues al secarse casi se agudizaba el problema.
Como esto ocurría con demasiada frecuencia, antes de verano, el carretero iba juntando todos los clientes necesitados de este arreglo, consiguiendo con ello un ahorro de combustible. Desprovistas las ruedas de los correspondientes aros, comenzaban la medición exacta de su contorno y el cálculo milimétrico del recorte que había que hacer en los aros. Me chocaba mucho con el aparato con el que lo hacían. Consistía en un disco, finamente dentado que giraba sobre un mango, algo parecido a los que usa la policía de tráfico para medir distancias.
Apoyando el disco sobre el exterior de la rueda y contando las vueltas hallaban su medida, del mismo modo medían el interior del aro y calculaban lo que tenían que cortarle para que, puesto al rojo, entrara por la rueda.
Una vez hechas estas mediciones, las ruedas se ponía en orden sobre una pared y a los aros se los metía juntos en un horno alto para caldearlos.
A todos los que andamos por allí; amistades, niños y mayores se nos daba un cacharro para que lo llenáramos de agua en una pila cercana.
Cuando los aros estaban al rojo vivo, el maestro carretero, con la ayuda de un operario, sacaban un aro que llevaban con la ayuda de cuatro badiles y lo colocaban sobre la rueda. Ajustada bien, el maestro daba la orden de ¡agua! y todos vertíamos el contenido que al caer sobre el aro producía una nube de vapor. Además del charrasqueo que producía el aro al enfriarse bruscamente, hacía crujir la madera por la enorme presión producida por el cambio de temperatura.
Cuando se acababan los aros caldeados se celebraba un descanso colectivo, acompañado de un refrigerio. Esta conjunción de esfuerzos para lograr un buen fin la recuerdo con mucho agrado, pues aunque hubiera habido agua corriente, no creo que se pudiera haber hecho tan rápidamente como se hacía, para que la madera no se quemara y el resultado final fuera perfecto.
Cuando el carro nuevo, perfectamente pintado y decorado con algún dibujo, estaba terminado, se comunicaba al que lo había encargado que podía hacerse cargo de él y se acordaba el día de la “rodadura”. Consistía esta ceremonia en una pequeña fiesta entre las amistades y operarios, acudiendo el destinatario con su yunta, en cuyas alforjas llevaba el vino y las viandas para participar en la fiesta.
Al final de esta, se enganchaban las mulas y derramando una jarra de vino en cada rueda, se abrían las puertas grandes de la carretería y salían entre aplausos de los asistentes, montados sobre el nuevo carro, los propietarios, los familiares y amigos, más ufanos que los emperadores romanos cuando volvían victoriosos de sus campañas.
Cuando se llegaba al pueblo, tampoco faltaba el grupo de curiosos, para comentar las nuevas características de la nueva adquisición.
Ocioso me parece comentar el gran uso que se hacía de este vehículo, pues desde que se sembraba hasta la recolección su empleo era imprescindible.
Como ya comenté en mis memorias, en casa de mi padre, cuando no se disponía más que de uno, había que aprovecharlo al máximo.
Como prueba de ello, quiero contaros el horario que se hacía en plena faena de acarreo. De las tres a las seis de la tarde se cargaba un viaje de mies, que por cierto, era el más molesto por el calor. De las seis a las nueve el segundo. Para no perder tiempo la merienda se hacía cuando se iba de vacío, soportando los vaivenes de los caminos bacheados y polvorientos.
Cuando tratabas de beber el fresco vino de cosecha, contenido en las térmicas botijas de barro, tenías que hacerlo cogiéndola por su asa con los dedos índice y corazón y, doblando la primera falange del pulgar, se lograba un apoyo entre la barbilla y el pico de la botija, que sin esta precaución, algún diente podía sentirlo.
De las nueve a las diez había una cena reparadora en casa. De las diez a las doce de la noche, se daba una cabezadita. Muchas veces, por miedo a dormirte de verdad al remanso de un bálago de mies, se hacía en medio del solar “donde se trillaba”,tapado con una manta.
De las doce a las seis de la mañana se echaban dos viajes. Al ir de vacío por el tercero era cuando se tomaba el desayuno. Después de estar toda la noche trajinando, ¡con qué fruición comías el pan con la pastilla de chocolate sentado en el deshojado! Tu ánimo se reponía cuando el cielo comenzaba a clarear y despuntaba el nuevo día. Toda la naturaleza se alegra en esos momentos. La alondra vuela hacía arriba para que la den los primeros rayos del sol, emitiendo su clásico gorjeo. Toda clase de pájaros, que entones era muy abundante, saludaban muy contentos con sus trinos el amanecer.
A las nueve se llegaba con el tercer viaje, se hacía la trilla y se tomaba el almuerzo. Si había que hacer algún viaje de muelas, guisantes o garbanzos se suspendía la siesta mañanera y quedaba reducida a dos horas después de comer.
Si habéis tenido la paciencia de seguir este horario podéis estimar que de las veinticuatro horas que tiene el día diecisiete se hacían encima de este vehículo.
A la pareja que se llevaba enganchada al carro, se la reservaba cuanto se podía de las faenas de la trilla, de la que se encargaban las dos parejas restantes. Cuando aquella, por el exceso de trabajo, se la notaba cansada e inapetente recibía un pienso vigorizante de garbanzos arremojados.
Además de estas faenas tan corrientes también servía para otras más especiales. Equipado con dos sacos de paja, cubiertos con una manta, servía de trasporte a muchos novios de entonces cuando iban a casarse fuera del pueblo o ha coger el tren para hacerlo en las capitales más próximas. Lo mismo servía para transportar los muebles de una ilusionada pareja de recién casados, como para llevar la cuna en que tantas madres jóvenes acunaron con mucha ilusión a sus hijos en el calor del hogar, entonándoles dulces nanas. Tampoco podía faltar su colaboración en el transporte de la caja mortuoria traída con mucho respeto y sentimiento, donde depositaban los restos de sus seres queridos. Cuando veo los carros en los museos etnológicos o paso por los pocos pueblos en que aún se divisan las siluetas de estos carros abandonados, me viene a la memoria el gran servicio que hicieron en los años cuarenta y cincuenta a aquella generación, que sin ayudas ni subvenciones, supieron sacar a España adelante y poner los cimientos de la bonanza actual.

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