domingo, 2 de noviembre de 2008

LA LLAMADA DEL PUEBLO


Al empezar a escribir este capítulo me asalta la duda de si sabré explicaros la vida y caracteres diametralmente diferentes de unas personas que pasaron gran parte de su existencia en buena convivencia.
Empezaré por un matrimonio que no tuvo hijos. El carácter de ella era un tanto retraído, cuando no tenía confianza de trato, pero muy pegajoso cuando “daba el palique” con alguna vecina. Muy meditabunda y solitaria con los de casa, con los que no pasaba del trato indispensable.
A pesar de estas manías, era una mujer muy hacendosa, amable con los niños, a los que siempre añadía un cariñoso diminutivo “in”. Entregada a las faenas del hogar, que debían ocuparla todo el día, nunca la vi participar en las faenas del campo.
Muy comentada fue la anécdota que escuchamos siendo niños, en la puerta de su casa. Acudía su marido después de trajinar en el campo, buscando el almuerzo reparador y no lo encontraba por ningún sitio. Ella, que había estado de charla con la vecina sin prepararlo, salió del paso diciendo: “ahí tienes un pepinín.”
Desde entonces, cuando veníamos con prisa buscando la comida y no estaba preparada, siempre salía a relucir el pepinín de marras. Supongo que el marido buscaría algo más sustancioso.
Era este un hombre de complexión fuerte, avezado en las duras faenas del campo y usaba mucho la tradicional faja protectora de su espalda. Sincero y cumplidor de su palabra, cuando de jóvenes le escuchábamos en la solana nos maravillaban sus sólidos argumentos y la facilidad natural de explicarlos, sin los ambages y circunloquios tan usados actualmente.
Hasta casi su muerte, siempre le vi ocupado en cuidar sus fincas con mucha pericia y dedicación.
En todo el pueblo no había viña más productiva y mejor cuidada que la suya, a pesar de hacerlo todo a mano. Pacientemente, durante el invierno, “la cavaba a monjón.”Este laboreo consistía en llenar toda la superficie de monjones muy puntiagudos para que la acción del agua, del sol y del viento los meteorizara en toda su amplia superficie
Logrado esta en un par de meses, la bina consistía en ir allanando los monjones para que el suelo conservara la humedad y protegiera las raíces de la cepa del fuerte calor veraniego.
En compañía de otro incansable trabajador del pueblo, marchaban largas temporadas a la dura faena de abrir regueras.
Gratos recuerdos conservo de un familiar, que marchando de joven a Oviedo, volvió en los años de la guerra civil y acabó sus días en casa de su hermana y cuñado al que cité anteriormente.
Decían que gran parte de su vida la había dedicado a camarero de alto porte, confirmándolo su comportamiento y modales muy distinguidos.
Era un lujo para el pueblo verle acudir a la misa correctamente vestido y con la naturalidad de haberlo hecho diariamente.
Lucía siempre camisa blanca con gemelos y sujeta corbata a juego. El nudo de esta era pequeño pero bien realizado y de colores vivos en consonancia con el traje.
En el tiempo frío usaba chaleco de perfecto corte como la americana y el pantalón. Calzaba unos zapatos modernos y siempre muy limpios. Sobre sus rizos rubios, mechados de alguna cana, llevaba con buen aire y naturalidad un pulcro sombrero de fieltro gris o marrón para alternar.
Si su manera de vestir delataba su pasado, no lo era menos sus modales y comportamiento. ¡Qué gozada era verle hablar en la solana! Un poco inclinado hacía delante y dando unos pasos cortos pero decididos, nos explicaba con verbo fácil y persuasivo cualquier tema que saliera al azar en la tertulia.
Como lector empedernido que siempre he sido, le preguntaba por algún concepto poco claro y siempre nos lo explicaba con todo lujo de detalles. Este hombre, que rebosaba saber por todos sus poros, lo hacía siempre con una sencillez pasmosa y sin discriminar a nadie.
Su silueta inconfundible se divisaba a lo largo y ancho de todo el campo, donde daba largos paseos gozando de la naturaleza de la que era un buen observador.








En cierta ocasión encontró un pequeño lebratillo al que crió a biberón con mucho mimo. Cuando se hizo mayor le sacaba a pasear con él, como si se tratara de un perrito.
Le puso de nombre Lupo y era una novedad verle pasear por las calles del pueblo con su mascota. Pero pasados unos meses, en los que aquel lebratillo se convirtió en una liebre adulta, en su cotidiano paseo se adentraron en una zona muy lebrera y, no sé si por el olfato o por sus genes naturales de libertad, Lupo se marchó y de nada valieron las llamadas angustiosas de su benefactor, que triste y resignado volvió solo de su cotidiano paseo.
Este suceso fue comentario forzoso en la solana y nos decía que ya había observado como lo más natural la tendencia de su liebre a buscar espacios abiertos. Como nunca pensó en sacrificarla, su escapada final le había dolido por la falta de compañía, pero no le causó sorpresa alguna.
Estas tres vivencias que os he relatado acabaron sus días en la paz y sosiego que sólo se disfruta en estos pueblos pequeños. Antes como ahora es sin duda el mejor lenitivo para curar el estrés de las grandes ciudades.


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