sábado, 10 de enero de 2009

LA CONTAMINACIÓN


Estoy leyendo un libro de viajes del autor Vicente Blasco Ibáñez titulado La vuelta al mundo de un novelista, que sin duda es lo mejor que he leído de esta especialidad. Por su amplitud y detalles minuciosos ocupa tres amplios tomos.
El tercero de ellos describe las costumbres milenarias de las diversas religiones de la India. En una de ellas llamada Mazdeista se declara que el fuego, la tierra y el agua son elementos sagrados, considerando un sacrilegio atentar contra ellos con la más leve suciedad.



Además de otras muchas manías, que a nosotros nos pueden parecer ridículas, para su religión quemar, sumergir o enterrar a sus muertos es la mayor abominación y optan por exponer los cadáveres en las llamadas torres del silencio, para que las aves carroñeras los devoraran.












Si he descrito este episodio es sólo por establecer una comparación entre estas civilizaciones orientales, que fueron anteriores a la nuestra en varios siglos, pero han sabido conservar su fauna y su flora, lo que les ha convertido en potencias turísticas de primer orden.
En cambio la nuestra la ha dilapidado en menos tiempo y nos parece natural nuestra conducta actual de contaminar, sin cortapisas, a nuestra madre naturaleza.


Hay muchos, que cegados sólo por el ansia del progreso, piensan que este tema es pueril y de poca monta. Sin embargo deben pensar que no tenemos más que este mundo para que se perpetúe la raza humana. Si no tomamos las medidas oportunas nuestros descendientes pagarán las consecuencias.
Varias naciones, con la abstención de alguna muy importante, han firmado el convenio de Kyoto por el que se comprometen a contaminar menos, estableciendo unos topes muy difíciles de conseguir, pues la industrialización competitiva se impone a cualquier consideración.
Si a nivel de naciones parece que ha calado esta inquietud, debemos también tenerla a nivel personal, tratando de adaptarnos a las normas más eficaces para contribuir a resolver este problema.
Cuando me jubilé, hace ya diecisiete años, el uso de los herbicidas estaba en sus comienzos y empezaron a notarse sus efectos perniciosos, como la esterilización de la tierra para el cultivo de las lentejas y un bajón considerable en los demás cultivos de leguminosas.
De entonces para acá el problema ha empeorado, afectando también a todos los animales que viven y se alimentan en el campo, como liebres, perdices, palomas y toda la variada gama de pájaros, tan abundantes en aquellos años.














El pasado año se declaró una plaga de topillos que causó grandes daños en todos los cultivos y se creyó conveniente combatirlos con cereal envenenado.
Pero esta plaga de topillos, que tantas fantasías desató sobre si los tiraban desde helicópteros, fue una eclosión natural, que según vino se fue.

Todavía se creen algunos que solamente fue la acción del veneno quien los mató y llega a tal término su obcecación que, según cuentan los medios de comunicación, los que tenían el veneno sobrante en las naves lo están tirando ahora por caminos y cunetas como prevención de la plaga y lo único que pueden lograr es acabar con las pocas liebres y perdices que quedan.

También las aguas se han contaminado, pues desde la concentración parcelaria, las pocas charcas y regueras que han quedado no crían en sus aguas los animales que siempre tuvieron en ellas su habitat.
Me viene a la memoria un episodio que nos pasó a un grupo de jubilados de esta zona de Campos, disfrutando unas vacaciones en Canarias. En el amplio jardín del hotel tenían varios estanques rodeados de vegetación y zonas de césped bien cuidado.
Una cálida noche canaria, después de cenar, salimos a dar un paseo por el jardín y quedamos todos gratamente sorprendidos con el magnifico croar de las ranas y el grito insistente de los grillos.















Ya es un contrasentido que tengamos que ir a Canarias para recordar cómo cantan las ranas, pues hace ya muchos años que en estos pueblos no se ve ni rastro de ellas.
No os hagáis la idea por lo escrito de que soy un acérrimo ecologista, aunque serlo está muy de moda, sino simplemente un labrador corriente que hacía las labores del campo como me enseñaron mis padres. Cuando empecé a tirar los herbicidas no pensaba que iban a ser tan dañinos y cargaba el agua en cualquier reguera o río y por muy bien que lo hiciera siempre se derramaba algo.
Por tanto, muy pocos o ninguno pueden decir que están libres de culpa y lo importante es procurar cambiar nuestras malas costumbres, para que las nuevas generaciones no encuentren tan contaminado el ambiente y tengan que vivir en una burbuja como los astronautas.

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