sábado, 14 de febrero de 2009

ANTONIO


Sigo escribiendo estos recuerdos, que muchas veces me hacen retroceder en la narración de los hechos y me obligan a contar viejas historias. Parecería como si el tema de estas vivencias estuviera metido en un saco tan cargado que necesita romperse para dejar salir lo que la memoria retiene.
He preguntado a alguno que como yo esta también en la vejez y tiene cumplida sus aspiraciones y me ha dicho que tiene un deseo muy similar. Recuerda con nitidez hechos muy lejanos y siente la necesidad de expresarlos y, si muchas veces no lo hace, es por el qué dirán y otros convencionalismos sociales en gran parte fomentados por nosotros mismos que, cuando fuimos jóvenes, tampoco supimos comprender a nuestros mayores.
Alentado por estas últimas reflexiones, recuerdo a Antonio, un chico muy trabajador, de mente muy abierta hacia los demás y capaz de asimilar cualquier idea u oficio que se propusiera aprender. Siendo un adolescente, mi padre le contrataba de sementera o primavera para que le ayudara en las faenas del campo.
Era tan inquieto y activo que cuando iba arar las dos horas que tenía de descanso al mediodía las empleaba en hacer cualquier manualidad con los materiales más dispares, o si estaba en el campo, buscando nidos de perdiz, entonces muy abundantes.
Un domingo por la tarde, que subía a su pueblo para cambiarse de ropa, me llevó con él y por el camino me fue enseñando los nidos en los que tenía puestos lazos. Si él notaba que estaba “aborrecido” y que por tanto la perdiz no volvería, cogía los huevos de varios nidos y con ellos nos preparó su madre una espléndida tortilla para merendar.













Una tarde de Octubre al regresar por el campo observó un bando de alondras que se juntaban al oscurecer para pasar la noche juntas.
Ni corto ni perezoso nos movilizó a todos los hermanos para esa misma noche “ir de pájaros”.


Preparamos un candil de carburo dentro de un medio bidón para que proyectara la luz sólo hacia adelante. Para producir el ruido necesario y que no se oyeran nuestras pisadas, nada mejor que un cencerro de cuyo sonido estaban acostumbradas las aves al paso de los rebaños. Teníamos un cencerro sin badajo pero este contratiempo lo tenía que resolver yo tocando con un hierro sobre el cencerro lo más rápido que pudiera.
Resuelto este punto, a otra de mis hermanas se la encomendó llevar la luz y otros dos provistos de sendas cebaderas para cogerlas. Estos eran los cuatro puntos clave y prácticos para lograr resultados positivos. El asunto nos falló al juntarse a nosotros todas mis hermanas picadas por la curiosidad de ver algo que no habían visto nunca.
Llegamos donde Antonio creía que estaban las alondras, en una noche muy oscura propia para estos menesteres y ocupamos nuestros puestos. El de la luz, delante para deslumbrarlas, a sus lados los cogedores, que debían ser rápidos en la cogida y muerte de las alondras para que no chillaran y se levantaran todas las del bando. Detrás de la luz comencé a tocar el cencerro y avanzamos cogiendo alguna, pero como chiguitos que éramos, con ocasión de una caída que sufrió Antonio por su afán de coger los pájaros rápido, nos echamos todos a reír y con la bulla las alondras se largaron.
Desternillados de risa fue tal la algarabía que formamos que al apagarse el carburo quedamos sumidos en la más completa oscuridad en medio de los rastrojos casi perdidos, pero contentos con la juerga que habíamos pasado.
Este inquieto muchacho, cuando venía de su pueblo, casi siempre nos traía alguna novedad. En una de ellas nos trajo un papel escrito en el que decía: “Milagro de la Virgen del Valle aparecida en el campo de batalla dejando esta misiva. Para lograr su intercesión y favores todo aquel que leyere esta carta tendrá la obligación de entregar una copia a tres familiares o amigos y si no lo hiciere le acarreará muchas desgracias familiares”.




















Como veis ya en aquellos tiempos circulaba el juego de la “pirámide”; sólo que en el tiempo de la guerra con su penuria económica, en vez de jugar con dinero se hacían con cartas y milagritos que servían igual para embaucar a la gente.
Tanto mis hermanas como yo no nos lo tomamos muy en serio, a pesar de lo formal que él lo proponía. Como al final vimos en ello un motivo de distracción más que otra cosa, una buena noche nos vimos sentados alrededor de la mesa camilla familiar escribiendo las tres copias obligatorias del mensaje.
Como hermana mayor, Severina que tenía buena letra dirigía el cotarro y la gozaba escribiendo de diferente manera cada papel para despistar a la gente y una de ellas la dio por escribirla empezando por un ángulo del papel y terminando por el otro. Preparados los papeles, otra noche nos divertimos repartiéndolas por casi todas las casas del pueblo.
Repartidos en dos cuadrillas, se adelantaba uno para advertir si alguien nos veía y si no se veía a nadie el otro introducía por cualquier resquicio de la puerta la misiva.
Al día siguiente fue la comidilla de todo el pueblo y nosotros, con mucha cara dura, nos acercábamos a los corrillos para participar incluso en los diversos comentarios. La tía Teodosia , una señora muy particular, exhibía en la mano su papel diciendo: “ La mía me la han escrito al bies”. Mira si fue casualidad que la escrita con más rareza la fuera a tocar a ella.
La mayor prueba la tuvimos que pasar todos los hermanos en la catequesis con Don Ángel. Alguien le entregó el escrito y muy enfadado empezó a comentar su contenido y a la primer palabra milagro repuso: “¡Mentira¡ nada es milagro hasta que nuestra Santa Madre la Iglesia lo defina”– y en este tono airado siguió anatematizando el escrito.
Confieso que tanto mis hermanas como yo lo pasamos mal, aguantando todo un diluvio de improperios contra los autores de la dichosa misiva, pero supimos poner cara de mosquitas muertas y nadie se enteró del asunto. No quiero ni pensar lo que nos habría caído encima si Don Ángel se entera que los causantes les tenía tan cerca.
Estas y otras muchas travesuras infantiles que os podría contar, nos servían para aliviar la monotonía diaria y conformaban nuestro carácter para afrontar la futura lucha de la vida.
Finalmente os diré que este polifacético Antonio empezó de niño, antes de la guerra, vendiendo churros en Oviedo, luego estuvo de oficial de carretero en un taller cercano y contratado de temporada en las faenas agrícolas en diferentes casas en las que nadie tuvo queja de él.


Después de la guerra fabricó con un viejo buje de carro una máquina de hacer fideos. Con la ayuda de una hermana y la fuerza de sus brazos lograba hacer pasar una pasta densa de harina por una criba metálica impulsada por un émbolo conectado a una prensa de rosca. Al salir de esta los fideos para que no se pegaran, su hermana les daba aire con una esterilla y les colgaba en un varal para su seca definitiva.
Lograron una buena clientela por estos pueblos donde abundaba la harina de trigo para hacer estupendos fideos que casi no se encontraban por ninguna parte.
También fue albañil rehabilitándome varias casas. Después se fue a las minas de Guardo donde se jubiló. La última vez que le vi fue en Palencia, donde vivía, y recordamos con satisfacción los viejos tiempos vividos con este gran hombre que dejó en mi un grato recuerdo.

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