viernes, 6 de noviembre de 2009

FIESTAS DE SAN JUAN DE SAHAGÚN











Por estar San Nicolás, mi pueblo, a sólo seis kilómetros de Sahagún y a pesar de ser provincia de León, ha sido y seguirá siendo el centro comercial, cultural y de recreo de los pueblos de su entorno. Si esta atracción se notaba en la vida diaria, cuando llegaban las fiestas de su patrono San Juan de Sahagún, que se celebran el doce de Junio, acudían a celebrarlo la inmensa mayoría de su comarca.
Además de la corrida de vacas que se celebraba en la plaza mayor,rodeada de talanqueras y tendidos, en la plaza de toros se daba la corrida seria y principal el día doce, alguna corrida de rejones y la charlotada a cargo de una compañía de enanos, muy en boga entonces.


Recuerdo un año que asistí de adolescente con mi padre, aficionado taurino sólo en estas fiestas, a la corrida en que alternaba como espada principal Torerito de Málaga, muy alabado por la critica que le ponía en los primeros lugares del escalafón taurino. Aunque su actuación no defraudó, tampoco respondió a la expectación que había generado. Esto es muy corriente en las grandesfiguras cuando tienen que actuar en estas plazas de tercera sin el apoyo, muchas veces abusivo, de los picadores. Al reclamo de su nombre se llenó la plaza y fuera de ella había ese ambiente de calor taurino que se transmite a todo el mundo, en las horas precedentes a la corrida.




Aquel año el ayuntamiento tiró la casa por la ventana, contratando para animar las fiestas a la célebre banda de música que se llamaba del “Negro Aquilino”. Recuerdo, como si lo estuviera viendo, la imagen de su director,cuya sudorosa tez morena contrastaba con el dorado de su uniforme. De sus mangas colgaban unos largos flecos, que relucían con la luz del sol. Iba delante de su numerosa y bien uniformada banda empuñando una larga batuta con la que imponía el ritmo. Cuando la partitura exigía una atención especial daba la cara a la banda andando hacía atrás, con un ritmo y donaire que electrizaba a la gente aplaudiéndole a rabiar.
Algún año había corrida de rejones en la que participaban caballistas de renombre. Aunque resultaba un espectáculo muy vistoso,por la maestría del rejoneador y la buena estampa de los caballos que montaban, estas corridas no despertaban la emoción del peligro que encierra siempre la lucha del hombre de a pie frente a la bravura del toro.



















También había entonces mucha afición a las charlotadas, cuyo público se divertía riendo los lances cómicos, especialmente los niños acompañados de sus padres. Estos enanos, vestidos con trajes de luces o de bomberos, hacían gala de una agilidad y valor que entusiasmaba al público saliendo casi siempre satisfecho del espectáculo.















No faltaban aficionados a las corridas tradicionales de vacas en la plaza mayor, que se pasaban toda la tarde intentando dar un buen paletazo a la vaca. Por el gran resabio que estos pobres animales cogían en las diferentes plazas que las toreaban, acercarse a ellas no era cosa fácil, pues parece que adivinaban a quien intentaba apalearlas saliendo rápidamente a por él para darle un buen susto. Aclararé a los jóvenes que en estas corridas estaba prohibido usar capotes o prendas con las que se pudiera engañar a la res. No se usaba más que una vara con la que pudieras defenderte y producir emoción si a cuerpo descubierto intentabas llamar su atención.
Cuando la noche ponía fin a la corrida, para reponer fuerzas, acudíamos a los restaurantes y según fuera el número de comensales contratábamos para cenar conejos o pollos. No era nada extraño que los conejos guisados que nos servían tuvieran dos cabezas y los pollos un solo muslo, pues esos días valía todo y tratándose de gente joven, que todo lo aguanta, mucho mejor.
Los bailes de Goyo y la Pista estaban muy animados. El año que se inauguró la pista constituyó una novedad que no había existido en Sahagún. Tenía mucho aliciente poder bailar al fresco en una amplia e iluminada pista u optar por hacerlo en un buen salón. En ambos casos a los sones de una nutrida orquesta.
Estas fiestas solían terminar a las tres de la mañana, hora en que en grupo emprendíamos el regreso al pueblo. Llegábamos cansados pues después de una tarde de fiestas teníamos que andar seis kilómetros de propina.
La educación espartana que entonces nos imponían nuestros padres no permitía que se perdiera una jornada de trabajo. Así que nada más cambiarnos de ropa poníamos los aperos a las mulas y salíamos a arar como todos los días. Con la brisa fresca del amanecer intentábamos hacer la labor de otros días, pero cuando llegaban las nueve y el sol empezaba a calentar se notaba la resaca de la fiesta.
La jornada de trabajo a final de primavera se repartía en dos tandas, en medio de las cuales se hacía el almuerzo. Este era un averdadera trampa pues como lo hicieras a la sombra de una manta puesta sobre las manillas del arado, con el frescor de la tierra del surco,te entraba un sueño tan profundo que no te despertabas ni a tiros. En esos días era una regla no escrita pero observada por todos que si a las doce, que era la hora de volver a comer a casa, algún compañero seguía durmiendo se le despertaba y así llegaba a casa a la hora de siempre. Con las dos horas de siesta después de la comida, por la tarde se entraba ya con el ritmo normal. Así transcurría nuestra juventud con el consentimiento tácito de nuestros padres, que intentaban enseñarnos a compaginar las horas de fiesta con las de esfuerzo en el trabajo.

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