sábado, 26 de diciembre de 2009

BARBERÍA - CASINO










La necesidad de comunicarse, que tiene el hombre es esencial para la vida social, para la vida en común que desde siempre adoptó el ser humano para convivir con sus semejantes.
Por eso no es de extrañar que en cada ocasión que se reúnen varias personas, surge un comentario espontáneo de los más diversos temas. Cualquier ocasión es buena para lograrlo como en las solanas, bares, talleres, reuniones deportivas y el caso que voy a recordar hoy de las barberías, que actualmente se llaman peluquerías, nombre más en consonancia con el cuidado del pelo.
En los años cincuenta y sesenta recuerdo que uno de los puntos más concurridos eran las barberías. Este nombre provenía de la antigua costumbre de afeitarse en ellas, no sé si por comodidad o a falta de afeitadoras o maquinillas multi-hojas que en la actualidad existen.
Entonces la necesidad de afeitarse podía alargarse hasta los siete días y a pesar de ello los clientes que acudíamos en Sahagún éramos numerosos.
Además de la barbería de Lorenzo donde yo iba, existían otras tres con una clientela fiel y con gustos diferentes.
La jornada semanal de trabajo era de seis días y se aprovechaba a tope la tarde de los sábados y la mañana de los domingos para el afeitado o corte de pelo, con lo que la concurrencia estaba asegurada y las horas de espera también.
















En Sahagún, además de los clientes locales, nos juntábamos los de todos los pueblos de su comarca, por lo que los temas de comentario eran variadísimos y bien aprovechados por algún cliente, que con amena conversación, lograba convertir la espera en un improvisado casino popular.
Como la mayoría éramos labradores abundaban los temas sobre la cuantía de cosechas obtenidas en los diferentes pueblos, efectividad de los sistemas de laboreo, prevención de las enfermedades de los majuelos (tema preferido por el padre de Lorenzo, también peluquero y propietario muy entusiasta de sus viñas) y otros mil temas que conciernen a nuestra profesión.
Cuando empezó el juego de las quinielas el tema futbolístico no podía faltar, espoleado por el logro de algún premio, que contribuía a fomentar la defensa a ultranza del equipo favorito.
La navaja barbera era entonces la más usada para el afeitado, por lo que el buen barbero tenía varias bien afiladas. Para asentar su corte las pasaba por un asentador de cuero tensado y como último toque las suavizaba pasándolas varias veces por la palma de su mano.
Todo este método de preparación era muy necesario pues las barbas de siete días y a veces poco limpias requerían hacerlo con perfección sino se quería molestar al cliente.
Como la mayoría de los adolescentes, al comenzar a afeitarme sufrí el brote de los poros sebáceos tan molestos, que se agravaba si me afeitaba con las simples cuchillas de afeitar que había entonces.
Cuando se jubiló Perico, el buen barbero que nos sirvió en San Nicolás muchos años y del que ya hablé en mi libro, cogió el relevo un vecino del pueblo llamado Julián, que siguió afeitando a mi padre todas las semanas. Este me recomendó que si él me afeitaba con una navaja muy gastada por los muchos afiles, que llamaba “verduguillo”, el problema de los granos desaparecería. Así fue ,en efecto, debido a que el corte de la navaja era menos agresivo a la piel que el que tenían las cuchillas poco avanzadas que había en el mercado.
Aunque a veces nos juntábamos muchos, el turno de espera se guardaba según el orden de llegada. Esto no lo aguantaba Don Ignacio comandante del ejército retirado que tenía una finca cerca de Sahagún. Como buen militar conservaba la prestancia física, recio andar y un dinamismo que ejercitaba haciendo los encargos rápidamente por Sahagún. Cuando entraba en la barbería y nos veía a tantos aguardando, se dirigía diciendo al que le tocaba el turno con mucha educación: "¿sería tan amable?" y casi siempre con este u otros pretextos lograba colarse sin esperar turno.
La gente un poco mosca se quejaba de esta maniobra al barbero, que no se decidía a llamarle la atención personalmente, pues entonces los militares tenían mucho predicamento. Para arreglar entre todos este caso convinimos que el próximo día nadie accediera a su egoísta petición.
Recuerdo perfectamente el día que, tocándome el turno, llego él con su acostumbrada cantinela. Según lo convenido me hice el sueco aparentando como si no le oía. A la segunda petición no atendida los nervios le fallaron y muy turbado optó por marcharse.
Pero como tenía el hábito militar de llevar siempre el pelo muy recortado a cepillo y Lorenzo se lo hacía con mucha perfección, volvió y guardó su turno como uno más.
Sirvan estos recuerdos como homenaje agradecido a estos buenos servidores, que además de contribuir a nuestro aseo personal, nos brindaban unos buenos ratos de tertulia.

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