martes, 5 de enero de 2010

APRENDIENDO A ARAR

Se habían acabado las faenas de recolección y aquel mes de septiembre resultó lluvioso y muy beneficioso para la maduración de la uva, y para que la tierra empezara a coger “tempero” suficiente. Se pensaba ya en preparar la tierra para la próxima sementera.
Observé que mi padre preparaba dos arados y aparejaba dos pares de mulas sin tener ningún criado “ajustado”.



“¡Hala, tira detrás de mí, que te voy a enseñar a arar!”. Y sin más comentario le seguí hasta la tierra que no estaba muy distante del pueblo. Una vez allí me enseñó cómo había que levantar la rueda del arado para darle el clavo correspondiente y la inclinación debida para llevar siempre el mismo tajo.
De esta manera tan sencilla finalizó mi época de estudiante y comenzó la de aprendiz de labrador.











A simple vista parece que tal oficio no requiera ninguna preparación y nada más lejos de la realidad. Para hacerlo bien requiere mucha afición como en todos los oficios y en lo que a mí respecta os diré que después de casi sesenta años de oficio tuve que aprender nuevas técnicas de cultivo para estar al día.
A los jóvenes de hoy día esta decisión puede parecerles poco meditada pero la situación familiar de ser yo el único hermano varón y el cansancio de mi padre, al depender siempre de gente asalariada, influyó mucho en nuestra decisión, que yo acepté responsablemente.
Este oficio de labrador tiene épocas de trabajo muy duras como en el verano y sementera en que se duerme muy poco y se trabaja casi al tope de tu resistencia física. En otras épocas, aunque siempre esforzándote para sacar la familia adelante, la faena no es tan apremiante.
Comentando con otros labradores sobre quién hace más horas de trabajo anuales, siempre he dicho que el obrero de fábrica nos gana en horas trabajadas, pero no en intensidad de trabajo, en lo que le sacamos muchos enteros.
Esto se debe a que nuestro ritmo del trabajo se tiene que ajustar a la marcha de los cultivos y que la misma naturaleza marca la pauta y unos días no se puede hacer nada y en cambio en otros se trabaja veinte horas seguidas si urge la faena.
Con estos tiempos muertos, especialmente el invierno, tenía tiempo para emplearlo en la que siempre ha sido mi gran pasión, la lectura de toda clase de libros tanto científicos, ensayos, biografías, novelas y todo cuanto tenga letras y pueda servirme para satisfacer el afán de saber, que siempre he tenido.










Mas como toda afición desmedida puede convertirse en vicio, en mi caso había veces que lo era y como me enganchara la lectura de un libro, cuando iba yo solo a trabajar las viñas, llevaba junto a la azadilla el libro.
¡Qué placer sentía al remanso de algún "linderón" que cortara el frío viento del nordeste, que aquí llamamos "cierzo"!, y con el calorcillo del sol invernal me pasaba el tiempo leyendo. Cuando mi comprensivo padre me preguntaba si acababa la viña, siempre me quedaba un poco y terminaba el libro antes que la tarea.
En esta zona de campos era costumbre de entonces que casi todos los adolescentes durmieran en el camastro, sustituto de la cama de la que era el hermano pobre, pues en él se aprovechaban todos los componentes que habían quedado en desuso.
Este se ponía dentro de la cuadra de las mulas, en el rincón mas ventilado, y para darle más luz se encalaba y adecentaba lo mejor posible con la aportación de somieres y colchones antiguos pero muy confortables, se lograba a veces un lecho muy aceptable para descansar de las fuertes faenas del campo.
Hubo una época en que se robaron muchas mulas, con lo que esta costumbre de dormir en la cuadra se generalizó. Recuerdo que a un pequeño labrador, cuya puerta de la cuadra daba directamente a la calle, le robaron el par de mulillas que tenía. Su economía ya no le permitió comprar otras, desde entonces tuvo que trabajar a medias con el que le labraba las tierras.
Otra comodidad que tenía el camastro era que las mulas, al no ser rumiantes, tardan mucho en comer, y había que darlas el primer pienso por lo menos dos horas antes de salir a arar. Durmiendo en la cuadra esto se podía hacer sin molestar a la familia y aprovechar un rato de descanso adicional entre los piensos necesarios para el buen rendimiento de las mulas en las duras faenas de labranza
En estas ocasiones tan propicias para leer a solas cuanto quisiera, alguna vez abusaba de ellas y me tiraba leyendo hasta el canto del gallo, que suele ser hacia las tres de la madrugada. Como no había luz eléctrica lo tenía que hacer con un candil de petróleo que si sacabas mucho la mecha producía bastante humo, con lo cual, cuando iba a desayunar, mi madre siempre sabía si había leído durante la noche por la nariz ennegrecida que llevaba.







Mi afición compulsiva de leer llegó a inquietar a mi familia por lo que optaron por quitarme todos los libros que yo tenía guardados por los sitios más inverosímiles.
Después del registro general siempre quedaba algún libro escondido en las cebaderas, alforjas y demás utensilios de labranza en las que mis hermanas ni remotamente pensaban que pudiera servir de escondite.

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