sábado, 30 de enero de 2010

LA CONFITERÍA DE D.LINOS















Había en Sahagún una confitería que llevaba este nombre, que en tiempos de mi juventud constituía el refugio preferido donde saciábamos el gusto por el dulce ya fuera al mediodía o en la tarde-noche.
Los pasteles que aquí se hacían reunían las técnicas de confiterías más avanzadas y tenían por base los ingredientes naturales autóctonos, como la harina, los huevos, azúcar y frutas que hacían de estos pasteles, además de una golosina que nos encantaba, un alimento nutritivo bastante completo.
Cuando íbamos en cuadrilla a degustarlos, la media docena era la cantidad por barba que se solía pedir. Con pastel arriba o pastel abajo de este promedio nos quedábamos satisfechos para seguir haciendo nuestras actividades tanto económicas como recreativas.
Como ha sido casi siempre norma en estas reuniones juveniles, el traspasar las normas de buen comportamiento tiene un encanto especial.
Recuerdo que en esta confitería tenía una empleada poco ducha en dar las vueltas de la consumición. Cuanto mayor fuera el valor del billete que la dieras para pagar, más propensa estaba a equivocarse. ¡ Con que alegría y jolgorio celebrábamos las equivocaciones de esta pobre mujer!
Para celebrarlo acudíamos a la otra confitería local que se llamaba La Vicentina, para gastar el dinero que nos habían dado a mayores.
Recordando estas aventuras juveniles me ha venido a la memoria una historia parecida que hacían bastantes años antes los mozos de Moratinos y que mi tío Nicolás contaba con mucha gracia.
Como el nuestro caso cuando iban a Sahagún acudían a una tienda de comestibles cogiendo el tranquillo a una mujer de edad que la regentaba.Entonces los comercios solían tener pequeños espacios para exponer las muchas mercancías que vendían, teniendo que tener los sobrantes en habitaciones contiguas. Las abundantes cosechas de castañas que algún año se recogía,hacía que el sobrante de las que se vendían para consumirlas asadas,cocidas o confitadas, se utilizaran, previamente peladas para dejarlas secar, convirtiéndose en sabrosas y nutritivas pilongas.
















Como el pesaje de entonces se hacía con basculas de dos brazos iguales, en el que en uno se ponía la pesa metálica correspondiente y en el otro la mercancía a pesar.

















Esta buena señora para ajustar el peso entraba y salía de la habitación contigua con puñados de pilongas,ocasión que aprovechaban los jóvenes para pasar puñados del platillo a sus bolsos. Para más recochineo esta confiada mujer se disculpaba por la tardanza en hacer el peso diciéndoles: “De estas pilongas entran muchas” Me imagino la juerga que se montaría con su travesura. Según avanzaban los años y el nivel de vida se imponía degustar nuevos alimentos. Se servían en unos establecimientos algo más cómodos, que ofrecían toda clase de escabeches junto con el pan y vino correspondientes.
Para atender a los gustos de tan variados comensales se vendía escabeche de chicharro o sarda en barril de madera o en lata. El llamado de palometa estaba hecho con lo que aquí llamamos negritos, que era de un precio medio, pero el que más costaba y estaba fuera del alcance de muchas economías era el de salmón auténtico, pescado en los ríos donde entra a desovar en épocas muy concretas del año.
Como la vida ha mejorado para bien, de estas casas de escabeches se pasó a casas de comidas, donde con un menú variado de platos se atendían las necesidades del público.














Actualmente en Sahagún funcionan buenos restaurantes y un gran hotel para reuniones de muchas plazas.

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