viernes, 5 de febrero de 2010

EL SALVADO DE BUSTILLO DE LA VEGA

En los años 40 y 50, que fueron los años más duros de la represión
y aislamiento de las demás naciones, El Servicio Nacional del Trigo velaba tanto por mantener los precios del cereal, como que las fábricas de harinas vendieran los cuantiosos sobrantes de salvados de
hoja que producían y que en el mercado nacional tenían poca salida.














Para remediar este problema este organismo optó por que los
labradores pudiésemos comprarlo por un módico precio, previa solicitud
del interesado.
¡ Cómo recuerdo las solicitudes que hacía para casa y también para algún vecino que me lo pidiera, en aquellos pliegos de recio papel de barba, donde la pluma rascaba al escribir sobre ellos!




















Entonces se guardaba las normas reglamentarias y de buena
educación al redactar los escritos. Se empezaba por doblar el papel al
lado izquierdo como unos tres centímetros. Se encabezaba el escrito
con la identificación y domicilio del solicitante, seguía la
exposición del motivo, luego el razonamiento del mismo, terminando con
la gracia que se pedía. Al final del pliego se ponía la autoridad a la
que iba dirigida la instancia con su tratamiento correspondiente.
En los documentos oficiales de entonces se ponía obligatoriamente
una póliza, que en estas instancias no recuerdo bien si era de 2,50 o
5 pesetas.
Al final de sementera se hacían estas peticiones, para disponer
del salvado cuando las mulas dejaban de trabajar intensamente y se
podía sustituir la cebada por este pienso más barato, pero también con
menos calorías.
Una de las buenas propiedades que tenía el salvado era el de que
mezclándolo con vinagre servía como desinfectante y curativo de las
listeras. Según indica su nombre era heridas que se producían en la
boca de las mulas por la acumulación de las listas que tiene los
granos de cebada.
Como teníamos libertad para comprarlo en cualquier fabrica de la
provincia, varios años optamos por traerlo de la fabrica de Bustillo
que tenía una buena calidad.






Quizá esto se debiera a que los trigos que molturaba, por ser de vega o páramo, tenían menos fuerza harinera que los de campos, pero con mejor consistencia en la piel del trigo.
Para estos viajes largos nos poníamos de acuerdo para hacerlo
juntos y buscábamos el día más conveniente para todos. Estos viajes
colectivos se hacían menos monótonos y parecían más cortos, pues como
las mulas estaban enseñadas a ir por su derecha y la circulación de
coches era escasa, se podía ir andando al lado del carro charlando en
grupos.
Otra de las ventajas que tenía ir juntos es que al ser la cantidad
de compra mayor, las fabricas procuraban servirte con la mejor calidad
que tuviesen.
La primera vez que fuimos a esta fabrica nos dio una buena
impresión la finca de regadío en que estaba ubicada.


Por una bien cuidada presa discurrían abundante caudal de aguas procedentes del río Carrión, que servían como fuerza motriz de la fábrica y para regar feraces fincas rodeadas de árboles frutales bien cuidados y muchas
huertas que producían toda clase de hortalizas.
Como complemento de la fábrica de harinas tenían una panadería que suministraba pan por una extensa zona. Su distribuidor nos trajo el pan muchos años, que liquidaba trimestralmente y a los labradores casi siempre a canje de la buena harina que traíamos de Villada.
A pesar de la feroz competencia que había en las panaderías la harina que llevaban debía darles buen rendimiento, puesto que llegaban a dar 120 panes de kilo por cada 100 kilos de harina.
En una nave cercana a la fábrica tenían almacenados muchas toneladas de salvados, con los que llenamos de sacos nuestros carros y algunos con vuelta por encima de las barandillas, pues esta mercancía es de mucho volumen pero de poco peso.
Liquidamos la cuenta en la oficina que regentaban dos hijos de la familia Prado, uno de ellos llamado Isaac, bien conocido por todos pues venía por aquí haciendo las cuentas de los panes que recibíamos y calcular la harina correspondiente.
También estaba su hermano Amaranto que era de mi tiempo y estuvimos juntos como soldados en el cuartel de intendencia en Burgos.
A este cuerpo, que se encargaba de hacer el chusco diario para la gran guarnición de soldados que había en Burgos, procuraban ir los que tuviesen alguna relación con la industria del pan, como Amaranto y otro quinto de Sahagún, hijo de un buen panadero apellidado Parro.
Estos dos amigos me invitaron alguna vez a que les acompañara a
hacer chuscos durante la noche como hacían ellos por llamarles el
oficio y les servía además para estar al corriente de las nuevas
técnicas de la industria panadera.












Me parecía que para mi profesión de labrador me sería poco útil este trabajo, que como todos tiene su lado feo, como es el trabajar siempre de noche. Tampoco me animaba mucho verles venir de mañana cargados de sueño y harina y tumbarse en la cama muy cansados, aunque
podían recuperar fuerzas por estar rebajados de todo servicio.
Perdonadme esta mención de la mili y volvamos a nuestro viaje.
Acabados todos los trámites nos sentamos en corrillo sobre la buena hierba que había cerca de la presa dando cuenta de nuestras fiambreras y comparando el vino de cosecha que cada uno llevábamos.
Confieso honradamente no entender mucho de vinos, pero me gustaba oír los comentarios de algún entendido sobre algunas prácticas de elaboración casera. En cómo y cuándo era mejor trasegar el vino, había alguna discrepancia de opiniones, pero donde resultaba unánime era en
la necesidad de una limpieza escrupulosa de los envases. Comentaban la inventiva que usaba cada uno para limpiar los bocois, que era el
envase más usado, y en los que el brazo del hombre no alcanza desde la
boca a los rincones más apartados.
En casos de poca limpieza el hongo del moho ataca a la madera y
esta da al vino un gusto desagradable y por ser tan llamativo era la única diferencia que yo apreciaba de un vino a otro.
Como nota curiosa para los jóvenes diré que en aquellos años también existió el racionamiento del tabaco, aunque menos años que el
de comestibles.
Como ni mi padre ni yo fumábamos siempre había en casa un remanente de tabaco para remediar, especialmente a fin de mes, las
continuas peticiones de los fumadores empedernidos que agradecían tu dádiva en gran manera.
Cuando realizábamos estas carrerías para muchos fines, nunca olvidaba llevar un cuarterón de picadura que los buenos fumadores se encargaban de quemar durante el día y si sobraba algo reponían sus petacas.
No sabría calibrar cual es mayor la satisfacción que se siente
cuando se da o cuando se recibe, pero a mi me encantaba llevar siempre tabaco para ofrecer un pitillo,
especialmente los domingos a la salida de misa, en que intenté varias veces acompañar a los fumadores, más por alternar que por ganas, pues el humo del tabaco siempre dejó en mi boca un reseco muy desagradable.
Después de visitar la fábrica y tahona acompañados por los hermanos Prado, que nos explicaron sus pormenores, satisfechos de la compra realizada regresamos al pueblo con el tiempo justo para descargar la mercancía y acondicionarla en sitio seco pues el salvado
es muy absorbente y con la humedad se conserva mal.

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