sábado, 22 de mayo de 2010

LAS ABUELAS


MI ABUELA NICASIA
Hay un refrán popular que dice: el que no conoció a sus abuelas no conoció cosa buena. Y yo tuve la suerte de disfrutar de las dos, que eran a cual mejor.
Mi abuela materna, Nicasia, mujer muy mañosa, me enseñó muchas cosas prácticas y útiles en la vida.
Cuando los frutales de la huerta estaban cuajados de flores y de frutos incipientes, y se presentaba un amanecer raso con bajas temperaturas, en un balde de cinc preparábamos una fogata, para que el calor y el humo evitaran la congelación.
El palomar de palomas zuritas, que aquí llamamos bravas,procurábamos defenderlo de los muchos enemigos que tiene. Los tordos,proliferan de tal forma que podían acabar con ellas, por lo que en época de cría me subía al tejado y casi en cada teja quitaba un nido,que tiraba al suelo. Mi abuela, provista de un gran escriño, los iba recogiendo y rematando, si alguno no moría al arrojarlos contra el suelo.
En la lucha contra gatos y otras alimañas, daba también muestras de su inventiva. Además de poner unas chapas en las equinas del palomar para dificultar la escalada por fuera, sobre el que colocaba una chapa sustentada por una palanca exterior, de cuyo extremo,colgado de un alambre, ponía un trozo de carne, en el lado opuesto de la entrada. Cuando los gatos, viendo por el agujero el cebo, entraban para comerlo en el cajón, activaban como un gatillo que cerraba la puerta y quedaban así atrapados. Un saco puesto a la entrada recogía al felino, y un buen garrotazo acababa con sus correrías.
Cuando maduraba la uva, era costumbre ir a guardarla hasta la vendimia. Para ello había en la viña una caseta, que servía para defenderse lo mismo del calor que del frío, y para cocinar en un rincón una comida caliente. Para que el tiempo se la hiciera más corto, le acompañaba yo muchas veces y lo pasábamos bien. Los primeros días cortábamos unas hermosas tomillas, con las que cubríamos el suelo de la caseta,logrando un mullido asiento, confortable como un diván y con un agradable y fuerte olor.

















En este ambiente, tan propicio para la lectura, mi abuela siempre tenía a mano el Promotor, revista mensual para fomento de la devoción a la Sagrada Familia, en la que se publicaban historietas no exentas de gracia, que en aquella época gustaban mucho. Las doce publicaciones de cada año las cosía con un caudillo y logró en unos años una colección que ofrecía orgullosa a sus convecinos. La lectura de la conocida novela Genoveva de Brabante, que leyó varias veces, le producía un gran llanto. Yo le preguntaba : -¿Por qué llora, abuela? Ella respondía:-¿No he de llorar? ¡Con lo buena que es esa santa y lo malo que es Golo¡-Y tanto mal le hizo?-¡Mucho¡. Cuando marchó su marido a la guerra, Golo, por no acceder asus pretensiones amorosas, la encerró en un calabozo y en él dio a luz a Tristán, hijo del marqués. -¿Cómo le puso un nombre tan raro?-le preguntaba ,-Un niño que tiene que nacer en un triste calabozo, no puede llevar otro nombre-me contestaba. En este tono lastimero me contaba toda la emotiva novela, que casi aprendí de memoria.




















Para satisfacer mi curiosidad por las cosas de la naturaleza, iba a un lugar cerca del majuelo, en el que se levantaban unos grandes albarones y zarzas, que servían de refugio a las muchas perdices que entonces había. Una vez, estando contemplando los laberintos que estas aves forman entre la maleza, un milano real, que es la rapaz más común en esta zona, planeaba majestuoso buscando sus presas favoritas. Alertadas por el peligro, una bandada de hermosas patirrojas intentaba alcanzar el albarón donde yo estaba: y, presas del pánico, casi chocan contra mi.Desconcertadas por la sorpresa, pude contemplarlas muy de cerca,admirando su hermoso plumaje y gran potencia de vuelo, complementadapor su rápida carrera en tierra.















El campo de Sahagún estaba entonces mal labrado y crecían en él gran cantidad de plantas silvestres. Del espino andrinero, a la sazón lleno de sus pequeños frutos negro-azulados, muy ásperos al paladar,se elaboraba modernamente el pacháran. También crecía la zarzamora en sus dos clases: la rastrera, de fruto blando y muy dulce, y la trepadora, de fruto más duro y diferente sabor. El albarón o majoletar, ya citado, es el que más altura alcanza de todos los nombrados, por lo cual era usado tanto como para librarse de la lluvia como para buscar una buena sombra.














Cuando sus majoletos maduran, toman un color rojo intenso, que contrasta con el verde oscuro de las hojas, por lo que se ha convertido en planta decorativa de jardines. Era tal su abundancia, que en los tiempos de la guerra los panaderos de Sahagún los usaban para alimentar sus hornos. La zarza, de porte más bajo y con curvas espinas, se defiende mejor que el albarón del embate de los rebaños. A sus frutos,bastante grandes y llenos de peludas semillas, le llamábamos tapaculos. Eran apetecidos por las ovejas, que a veces quedaban enzarzadas al tratar de comerlos. No era raro ver alguna oveja presa e inmovilizada por las púas clavadas en la lana; y, si el pastor no se daba cuenta pronto, corría el peligro de que al día siguiente se encontrara con la sorpresa de que las pegas habían comenzado a comer su presa por la parte más blanda, es decir, sus ojos, con lo que el animal quedaba condenado al sacrificio.
Entre los arbustos menores destacaba la tomilla, que se hacía tan grande que en alguna ocasión te libraba de algún chaparrón, si sabías situarte adecuadamente. Con tan exuberante vegetación, no era extraño que abundaran los rebaños de ovejas y la caza menor, con menos presión de cazadores que actualmente. Era muy abundante, sobre todo en perdices, liebres y algún conejo. Tras esta digresión botánica, y cuando más ensimismado estaba curioseando el armonioso conjunto que me ofrecía la madre naturaleza, oí la voz de mi abuela, que me llamaba desde la caseta para comer.Cuando llegué, tenía cocinado un buen puchero de arroz con conejo, del que dimos buena cuenta, sentados sobre el mullido asiento de las tomillas. Como postre nos tomamos unos racimos de la temprana malvasía, que mi abuela, sin pisar mucho el majuelo, había recogido.














A propósito de no pisar, los guardas y cuidadores de majuelos tenían la costumbre de no dejar entrar en la viña ni al mismo amo de ella hasta que no se vendimiara, pues una viña no pisada demostraba que había sido bien cuidada. De ahí las fatigas mías y de mis hermanas, cuando intentábamos coger unos racimos en nuestros majuelos.
Se contrataba entonces, como guarda de las viñas del pueblo, a un señor ya de edad, el tío Periquines, hábil y ducho en estos menesteres. Montaba su puesto de observación en un alto que dominaba todo el pago, y para su comodidad levantaba con cuatro palos como una tienda de campaña y la forraba con tomillas. Colocaba estratégicamente varias de ellas, que se llamaban cachaperas, y él se situaba en una u otra según el movimiento que viera de personal y pastores. Cuando pasaba de una a otra, ponía en la que dejaba, con mucha astucia, una chaqueta vieja y su gorra, que de largo parecía su silueta: y si te confiabas, creyendo que estaba lejos, se te plantaba de pronto delante y te dejaba helado.
En nuestro caso, como salíamos del pueblo en grupo, nos vigilaba de largo y, antes de acercarnos, venía corriendo y silbando como un condenado, y nos causaba la misma impresión que si nos hubiera pillado cometiendo un crimen.
Para más inri, le regañaba a mi padre diciéndole que intentábamos “correrle las uvas.” Ante una estrategia tan perfecta, ideamos contrarrestarla con otra mejor. Salíamos del pueblo de uno en uno y espaciados, para no llamarla atención; y por un arroyo que había cerca del majuelo, nos deslizábamos agazapados hasta las cepas, y a fe que las uvas que comíamos nos sabían a gloria, aunque no estuvieran maduras sólo por haber burlado la estrecha vigilancia de que el tío Periquines se jactó en los muchos años que ejerció de guarda. Mi abuela siguió tan laboriosa hasta el día en que nos dejó,siempre cuidando sus gallinas y conejos, pues nunca la vi sin hacer
algo.


MI ABUELA PATRICIA

De esta abuela paterna guardo también buenos recuerdos, tanto de cuando vivía en su casa como de los últimos años de su vida, que pasó con nosotros. Destacaría de ella su amor por la cocina, con lo que lograba que los alimentos de baja calidad, tras pasar por muchas manipulaciones y largas horas de fogón, se convirtieran en exquisitos guisos, que compartía encantada con todos. Siempre me maravilló que una mujer que no sabía leer ni escribir tuviera tanta agilidad mental y tal facilidad de palabra. Cuando un tema le interesaba, aunque fuera difícil de tratar, le daba los enfoques necesarios para con mucho tacto y respeto enterarse de lo que pasaba, estableciendo además una buena relación con todo el mundo.Cuando le preguntábamos por qué no había aprendido a leer, decía:- Entonces a las mujeres no nos dejaban ir a la escuela.- Y sus padres ¿cómo no le enseñaron?- Porque estaban convencidos de que a las mujeres no les hacía falta aprender esas cosas.Una pena haber nacido en aquella época y no poder aprovechar sus condiciones naturales. A pesar de ello, se defendía bien en el manejo de monedas y billetes y hasta en algún breve escrito. Como entonces no había pensiones de vejez, hacía milagros con la pequeña renta que de sus tierras le daba mi padre, por lo que también pequeños impuestos que le cobraba el Estado le sabían muy mal y comentaba airada:-¿ Cómo puede ser que me cobren de contribución seis duros cada tercio?Cuando la guerra, el alguacil pasaba por las casas cobrando un impuesto que tenía guasa por su nombrecito: Impuesto semanal del día del plato único y sin postre.
Mi abuela no pagó nunca un duro, ni el alguacil se atrevía a pasar por su casa, pues el primer día le quiso explicar de qué se trataba, ella le despidió con cajas destempladas: -¿No le da vergüenza al alcalde cobrar este impuesto a una pobre viuda que no puede comer más que un pequeño y único plato cada día y que no sabe lo que es el postre?
El rechazo fue tan general, tanto en los pueblos como en las capitales, cuyos restaurantes no se abrían en los días señalados, que quitaron el tal impuesto al poco tiempo.
En la fiesta del pueblo, mi abuela se sentaba a la puerta de su casa sobre una silla de anea, luciendo amplios manteos, cuyos pliegues le llegaban a los pies. Llevaba sobre los hombros una esponjosa toquilla, cuyas puntas cruzaban su busto y se sujetaban con eleganciaa la cintura. Su rostro, alga arrugado, denotaba la blancura que debió tener de joven, así como los finos hilillos rojo-morados de sus mejillas. Sus orejas, con lóbulos rasgados de arriba a bajo, delataban su coquetería juvenil, al haber usado largos y pesados pendientes. Sus ojos, de mirada limpia, había conseguido mantenerlos lozanos con métodos antiguos pero efectivos. Conservaba todavía una abundante cabellera blanca, que recogía en un trenzado moño bajo la nuca.
Los grupos de mozos y mozas que iban al baile, al pasar por la calle, casi todos la saludaban; y a los que no, los atraía con una frase ocurrente. La tía Patricia era una institución en el pueblo y un rito obligado dirigirle un saludo. Ella correspondía con su amena charla, haciendo pasar un buen rato al que se le acercaba. Cuando ya se había enterado de los pormenores de familia y noviazgo, les despedía amablemente deseándoles se divirtieran en la fiesta lo más posible.
A pesar de su buen carácter, no se dejaba convencer tan fácil y,si estaba segura de tener razón, se la cantaba al lucero del alba.
Cuando vivía en nuestra casa, fue a visitarla un grupo de sacerdotesde la zona: D. Ángel, el cura del pueblo; D. Cremencio, sobrino carnal de ella y que tenía rasgos de carácter parecidos; y D. Florentino,hijo también del pueblo. Sentados todos alrededor de la mesa,charlaban amigablemente, hasta que D. Ángel, con el tono impositor de que hacía gala, empezó a contar anécdotas con las que ella no estaba conforme. Ni corta ni perezosa le dijo:- Mire: no me cuente más historias, porque es usted un poco mentirosazo.Al oírlo, D. Cremencio, que era muy campechano, dirigiéndose a nosotros con un gesto expresivo con su mano abierta, exclamó alarmado:- ¡ Nos mató!Y trató de terminar la visita. Excuso decir cómo se puso D. Ángel al llamarle mentiroso delante de unos curas que habían sido sus discípulos. Mi abuela trató de suavizar el calificativo anteponiéndole“un poco” pero no renunció a expresar su opinión, ni delante de tres curas, que en aquellos tiempos tanto predicamento tenían ante la gente.
Le gustaba también visitar a los enfermos, a los que procuraba entretener, si su enfermedad lo permitía. Con los niños era con los que más se volcaba. Para estimularles a tomar las medicinas, las probaba ella, diciéndoles que estaban muy ricas, aunque fuera aceitede hígado de bacalao, como el que yo tomé de pequeño que sabía a demonios.
Pero me viene la duda de que si esa costumbre de probar las medicinas era sólo para animar a los enfermos. Teniendo en cuenta que ella nunca estuvo enferma, ni tomó siquiera una aspirina, sospecho que lo hacía por la curiosidad de probar su sabor. Desde siempre la conocí sin un solo diente en la boca, ni dentadura postiza alguna.
A mí me maravillaba ver que, con sólo las encías endurecidas, lograba masticar los alimentos. Cuando en la mesa había un trozo de pan miejón, no tomaba a bien que dijéramos era para ella por no tener dientes. Para llevarnos la contraria, comía de cantero, como nosotros.
Como pasaban los años y no tuvo ni un pequeño catarro, mi madre consultó con D. Pepe, médico que tuvimos en el pueblo muchos años,sobre como actuar en un caso extremo. Con el gran conocimiento que tenía de la salud de cada uno, no le recomendó sino que procurara se levantara mi abuela todos los días: y que , si pasaba dos días sin ganas de hacerlo, avisara a la familia,pues se acercaba el final desenlace.
El pronóstico se cumplió al pie de la letra: y cuando fui a por elcertificado de defunción , me preguntó D. Pepe si mi abuela había tenido algún dolor o síntoma externo, para intuir la causa de la muerte. Ante mi respuesta negativa comentó:-¿ De que pongo que ha muerto?Después de pensarlo un poco, escribió: “causa de la muerte: debilidad senil.”
Si es cierto el refrán que dice: “no es más rico el que más tiene,sino el que menos necesita,” mi abuela fue millonaria por hacerle falta tan poco en los noventa y tres años que disfrutó de vida tranquila, sin el ajetreo y estrés que actualmente sufrimos. Envidio su suerte, al no tener en ese trance supremo ningún dolor ni fatiga alguna, muriendo placidamente como una vela que apaga la sola brisa de la naturaleza, que exige morir a todos los que hemos nacido.

En honor a ambas compuse este pequeño poema
.


El nombre de mis abuelas
era Nicasia y Patricia
mucho siempre me enseñaron
para valerme en la vida.

Mi abuela Nicasia fue
muy hábil en muchas cosas
pero a tratar bien la lana
le ganarían muy pocas.

Las pocas ovejas negras
que en el rebaño tenía,
aprovechando su lana
muchas prendas ella hacía.

Si la lana era muy fuerte
la tenía que cardar,
para que así preparada
mejor la pudiera hilar.

Los ovillos blanco y negro
al torcer siempre juntaba
y un hilo muy atrayente
sin teñir así lograba.

Con cuatro agujas hacía
los guantes y mantones,
para librar nuestras manos
de grietas y sabañones.

Tuvo mi abuela Patricia
en la cocina su fuerte,
y sin saber muchas cosas
asombroso don de gentes.

Cuando algún lechazo falló
su blanda carne nos daba,
procurando endurecerla
con mucha maña guisaba.

Los pocos barbos y peces
que este pobre río daba,
el fuerte sabor a lodo
con su guiso bien quitaba.

De todos nuestros mayores
buena enseñanza tenemos,
y nunca nos avergüencen
por mucho que progresemos

2 comentarios:

Maripaz dijo...

Modesto,no sabes como he disfrutado leyendo las palabras y el homenaje que le dedicas a tus abuelas.

Eres genial, cada dia me gusta mas como escribes y lo que cuentas. Todo un placer pasarme por aquí a leerte.

Maripaz dijo...

Acabo de poner unas fotos de Luna, la perrita de Rita y Carlos en mi blog, brindandole un pequeño homenaje.

Estoy muy triste, la queria mucho.