sábado, 21 de febrero de 2015

LA VENDIMIA Y ELABORACIÓN DEL VINO


  Gran tradición festiva tenía esta faena en esta comarca hace años, pues las familias se juntaban para hacerla en común, celebrándose en la cena como una pequeña fiesta familiar.
  También era corriente que se invitara a familiares y amigos donde no se da este cultivo, que acudían encantados a participar en la faena y en las costumbres tradicionales que conllevaba. 

Por la noche, después de la vendimia, como había muchos invitados se celebraba un animado baile en el que se conocían los jóvenes de diferentes sitios y a veces llegaban a intimar tanto que acababa en boda.
  Muy comentada era la frase: “vendimias vendimiares, cuantas van hijas y vuelven madres”. La maledicencia en estos temas suele ser grande y con algún caso aislado que se diera tenía suficiente para generalizarlo.
  

Otra costumbre muy usada era la “lagareta” que consistía, el último día de vendimia, los jóvenes de una cuadrilla pintaban a las mozas de las suya u otras cuadrillas con las uvas de tintorro que ya os he hablado. Con el afán de emulación y cortejo que priva en la juventud, a veces se entablaban batallas amistosas entre cuadrillas, en las que también los mozos acababan bien untados, ante la fiesta y regocijo de los mayores.
  

Aquí la vendimia se hacía por parejas, para llevar mejor el terrero por el líneo adelante. Cuando este se llenaba se decía en voz alta “terrero”, que servía para que los encargados de hacerlo lo llevaran hasta los “cestos” grandes que se llenaban en el carro.
  Cuando se juntaba la uva en una misma lagar de dos o más cosecheros, esta misma voz servía para contar los terreros que cada uno aportaba. Una persona de cada parte, provista de un palo verde, con la navaja o tranchete de vendimiar hacían a la vez una muesca o corte en el palo y al final de cada majuelo vendimiado hacían la comprobación por si había algún error.


Unos días antes de la vendimia se hacía el “escogido”, seleccionando los mejores y más maduros racimos de las diferentes clases de uva. Las que mejor se conservaban eran el jerez y tempranillo, que convenientemente tendidos sobre grano o madera y con el menor contacto de luz, podían conservarse hasta el mes de marzo, constituyendo el postre más común y barato de la dieta campesina.
  De esta uva escogida llevaban especialmente los familiares y amigos que habían ayudado a la vendimia, volviendo para sus pueblos a veces cargados con ellas y cuidándolas con mucho esmero.
  Acabada la vendimia, se pisaba en el lagar toda la uva y se lo dejaba un día en reposo, para que con el tanino del hollejo y rampojo, cogiera el color deseado. Cuando la uva blanca dominaba sobre la negra se podía tener más tiempo para que no saliera muy clarete que siempre se conservaba peor.
  

Estos días de espera se aprovechaba para lavar “las carrales”, que tenían que estar concienzudamente limpias, tarea muy costosa, pues los envases pequeños de 20, 30 y 40 cántaros tenían que ser frotados introduciendo por su boca estrecha un escobajo o cepillo áspero para quitar la suciedad, tarea muy laboriosa, pues a veces el brazo y el cepillo no llegaban a dominar los extremos del tonel.
  
Se limpiaban con más facilidad las cubas de madera de cien o más cantaros y los “tinos” de cemento que tenían una boca ancha, por la que podías entrar y hacerlos una limpieza más efectiva y cómoda.
  

La superficie interior de los envases, en especial la madera de roble, al estar en contacto con el vino, criaba una especie de cubierta acristalada muy dura que se llamaba “vidrio” y emitía al contacto de la luz unos destellos muy vivos. Este fenómeno acreditaba la bondad y buena conservación de los envases y del vino que lo produce.
  Como complemento de esta limpieza se les desinfectaba contra el moho y otros hongos que atacan a la madera, con unas mechas de azufre que se prendían dentro de las cubas, tapando sus bocas para que el humo desinfectante que produce el azufre penetrara bien por todos sus rincones. 
En otra segunda tanda se repartía lo que salía al pisar la uva y finalmente lo de “postres” de peor calidad pues salía por la acción de la prensa.
  

Para transportar el vino cada uno a su bodega se usaba la “odrina” que era una piel de cabra que se desollaba “a pellejo cerrao”. Dándole la vuelta y cerrándole sus patas queda el cuello abierto que es por donde se llena y nos queda como un pequeño pellejo muy suave al no tener pez por dentro. La cantidad más usada para llevar en cada viaje era de dos cántaros (treinta y tres litros) que se cargaba sobre los hombros y cuello cerrando la salida del líquido con una mano que al soltarla se introducía el mosto en la cuba.
   Al no quedar la odrina totalmente llena, el mosto contenido cogía un movimiento de vaivén muy molesto, si el portador no sabía adaptarse cogiendo un trotillo rítmico para contrarrestarlo. Debido a este paso especial y su posición de cabeza baja, su visibilidad frontal era escasa, por lo que en los pueblos grandes y muy vinateros los odrineros se ponían al cinto unas esquilas, cuyo sonido invitaba a los demás viandantes a cederle el paso por ir cargado y con más marcha que la normal.
  

La mayoría de cosecheros no echábamos nada de química que ayudara a la fermentación tumultuosa del mosto, solamente algún bebedor del buen vino, lo “madreaba” con uva de tempranillo para prolongar la fermentación lenta.
  El “tufo” que se formaba en la bodega durante la fermentación era muy peligroso y se daba algún caso de accidentes mortales por temeridad o no tomar las medidas necesarias. Una de las que aquí se tomaban era llevar un viejo candil de aceite encendido y cuando la falta de oxígeno lo apagaba, te marcaba hasta donde podías llegar sin peligro, procurando no agacharte pues el ácido carbónico, más pesado que el aire, tiende a ocupar los sitios más bajos como lagares, pilas, cubas y tinos.
 La tradición refranera de estas tierras nos recuerda que “Por San Andrés el vino nuevo añejo es” y normalmente por esas fechas se empezaba a consumir el vino nuevo. Algún año que faltaba maduración en la uva, tardaba algo más en perder ese zumo amargo que tiene el vino cuando no está bien fermentado.

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